Dra. Ana Valero
El pasado 24 de enero del 215 el Tribunal Supremo de Estados Unidos admitió a trámite una demanda que cuestiona la constitucionalidad de la inyección letal como método de ejecución de la pena de muerte. Los reclusos demandantes, que se hallan en el corredor de la muerte, argumentan que la sustancia anestésica encargada de sedar al reo antes de que se le suministren las otras dos que acaban con su vida, no siempre produce los efectos deseados, lo cual le provoca un largo y enorme sufrimiento físico antes de morir, algo contrario a la Octava Enmienda de la Constitución.
En aras a cumplir lo dispuesto por dicha Enmienda, según la cual quedan prohibidos los castigos “crueles o inhumanos”, Estados Unidos ha tenido que ir modificando sus legislaciones con el paso del tiempo con el fin de “humanizar” algo tan inhumano como el método con el que el Estado cumple la ley del talión. De las ejecuciones públicas en la horca, propias del siglo XIX, se pasó al empleo de la silla eléctrica durante el siglo XX, acompañado del gas letal como alternativa en algunos Estados. A partir de su incorporación a la legislación penal de Oklahoma en 1977, aunque no empleada hasta 1982 en Texas, se generalizó el uso de la inyección letal por considerarse, inicialmente, un método rápido e indoloro.
El uso de la silla eléctrica como método de ejecución llegó al Tribunal Supremo norteamericano en 1985 con el Caso Glass contra Luisiana, en el que se cuestionaba su compatibilidad con la Octava Enmienda Constitucional. Aunque la Corte constitucional se negó a pronunciarse sobre el fondo del asunto, el caso tuvo una gran repercusión por la opinión disidente del juez Brennan que describía, con todo lujo de detalles, los graves padecimientos físicos que provoca la ejecución con la silla eléctrica. En sus propias palabras “la fuerza de la corriente es tal que a veces los globos oculares de los presos salen de sus órbitas y quedan sobre las mejillas, el reo a menudo defeca, orina y vomita sangre y saliva, a veces el cuerpo del ejecutado arde en llamas, sobre todo cuando suda en exceso, los testigos refieren oír un ruido fuerte y sostenido, como de bacon friéndose, y el dulce olor de la carne asada perfuma toda la sala”.
En opinión del Juez Brennan, distintos estudios médicos de la época demostraban que la muerte por electrocución no era en absoluto el castigo indoloro que se pretendía. Además, era habitual que problemas técnicos obligasen a repetir la aplicación de las descargas, con los consiguientes sufrimientos provocados en cada intento fallido. A su juicio, la inconstitucionalidad de la silla eléctrica se incrementaba por la existencia, ya en aquel momento, de otros medios alternativos que infringían menos padecimiento al reo, como formas de gas letal o barbitúricos de acción rápida.
Dr. JAY CHAPMAN |
El rechazo que el doctor Jay Chapman -un forense de Oklahoma- sentía por la silla eléctrica y la cámara de gas, le condujo a inventar en el año 1977, en un macabro acto de “evolución” y “humanidad”, la inyección letal, hoy utilizada como método de ejecución por los treinta y cuatro Estados que todavía prevén en su legislación la pena capital, más por la legislación federal. De hecho, si se miran los datos relativos al número de personas ejecutadas con éste método desde el año 76 a esta parte se observa que su uso ha sido muy mayoritario: 1211 Inyección Letal, 11 Cámara de Gas, 3 Colgado, 3 Escuadrón.
La inyección letal, tal y como fue concebida por su inventor, incluye la aplicación de tres sustancias: en primer lugar, el pentotal sódico, que es un derivado del ácido barbitúrico y que sirve para que el ejecutado esté anestesiado y no sufra convulsiones, de tal modo que se garantice que no siente el efecto de las otras dos sustancias que se le suministran a continuación, y que son el bromuro de pancuronio, que paraliza los músculos, y el cloruro de potasio, que provoca un paro cardíaco.
Sin embargo, desde hace ya varios años existe desabastecimiento de la primera de las sustancias del cóctel mortal -la sustancia anestesiante- en los centros penitenciarios estadounidenses. Y ello porque las compañías europeas que lo fabrican se han ido negando –por voluntad propia, presión social o en última instancia por que así lo establece la legislación– a suministrarlo.
Ante la escasez del pentotal sódico, Florida empleó por primera vez en una ejecución en 2013 una nueva sustancia llamada Midazolam. Y así lo han hecho otros Estados como Virginia u Oklahoma, con resultados desastrosos. El Midazolam se define como una benzodiazepina de semivida corta, utilizada como ansiolítico o en procesos ligeramente dolorosos, aunque no tiene efecto analgésico ni anestésico. Es un poderoso ansiolítico, hipnótico, anticonvulsionante, relajante esqueletomuscular y tiene propiedades sedativas. Es considerado una benzodiazepina de rápido efecto. Gracias a sus propiedades es frecuentemente usado en procedimientos médicos que requieren sedación pero que no son dolorosos. En caso de requerirse sedación para procedimientos dolorosos, como la extracción dental o la reducción de fracturas, debe ser acompañado de medicamentos con efecto analgésico, administrados también generalmente por también por vía endovenosa.
En abril de 2014 se aplicó en el Estado de Oklahoma, en una polémica ejecución en la que el condenado a muerte falleció de un ataque al corazón masivo después de que se suspendiese su ejecución tras 43 minutos de agonía desde que se le inyectase el polémico fármaco sedante.
El Tribunal Supremo norteamericano tuvo oportunidad de pronunciarse sobre la constitucionalidad de la inyección letal en el año 2008, en el Caso Ralph Baze y Thomas contra Bowling contra Rees, antes de que se hubiese producido el desabastecimiento del pentotal sódico que se inició en el año 2010, declarando que se adecuaba perfectamente a la prohibición de castigos crueles e inusuales recogida en la Octava Enmienda por no haber quedado probado que existiese un método alternativo menos lesivo.
En aquella ocasión los recurrentes cuestionaban la compatibilidad de la inyección letal con la Octava Enmienda por los riesgos que la errónea administración de las sustancias que componen el cóctel mortal podía suponer para el reo. Y por ello proponían dos métodos de ejecución alternativos: por un lado, la posibilidad de que se suministrase una única dosis que por sí sola resultara letal; o, por otro, que fuera personal cualificado, y no los meros celadores, el que supervisase que efectivamente la primera sustancia inyectada había producido los efectos anestésicos deseados.
La mayoría del Tribunal sostuvo en la sentencia que “por el mero hecho de que un método de ejecución pueda provocar dolor, ya sea por accidente o como una ineludible consecuencia de la muerte, no suscita la clase de riesgo de daño objetivamente intolerable que lo convierta en cruel e inusual”. En consecuencia, “un reo no puede cuestionar con éxito cualquier método de ejecución de un estado limitándose a mostrar una alternativa que sea solo leve o marginalmente más segura, pues ello, entre otras cosas, forzaría a los jueces a entrar en debates científicos que les son ajenos, obligándoles asimismo a inmiscuirse en un ámbito de decisión que corresponde a los legisladores”.
El Tribunal Supremo se lavaba así las manos relegando al ámbito de lo científico algo que por “inhumano” sólo corresponde abolir a la Justicia. Sin embargo, lo que sacó por la puerta ahora le entra por la ventana, y ello porque ha llegado el momento en el que no puede dar la espalda a unos hechos, los sucedidos recientemente en algunas prisiones estadounidenses, que han sido calificados por el propio Presidente Barack Obama como ejecuciones “inhumanas”.
Si realmente ha llegado la hora de expulsar a la pena de muerte del sistema constitucional estadounidense, cosa que así espero, y el argumento que se emplea no es el del “derecho a la vida”, tantas veces desterrado, sino el de la “prohibición de los castigos crueles, inhumanos o degradantes”, por su incompatibilidad con la Octava Enmienda, parece que hoy más que nunca la ciencia está de nuestra parte.
Ana Valero Heredia es Profesora de Derecho Constitucional del Departamento de Ciencia Jurídica y Derecho Público de la Universidad de Castilla-La Mancha. Desde hace tres años da clases en la Facultad de Periodismo de Cuenca. Se doctoró en Derecho Constitucional por la Universidad de Valencia en julio de 2007, con la Tesis Doctoral: “La libertad de conciencia del menor de edad desde una perspectiva constitucional”, que le valió el Premio Extraordinario de Doctorado y del Premio Nicolás Pérez Serrano del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Ha realizado prolongados períodos de investigación en Universidades extranjeras como el Trinity College de Dublín, la Sorbona de París, la Sapienza de Roma o la Northwestern University de Chicago.
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